Rodrigo Fresán / Letras Libres
Lev Nikoláievich Tolstói (1828-1910) vuelve a presentar batalla sin haber dejado de estar en el frente y en primera línea de combate. Una reciente encuesta entre compatriotas lectores volvió a colocarlo en lo más alto (seguido de Dostoievski, Chéjov y Pushkin), revelando que la actual autoconcepción de la literatura rusa es más bien clásica-vintage-retro. El resto de la lista (donde no hay ni una mujer como las ahora de moda Ulítskaya o Alexiévich) se completa con los nombres de Gógol, Shólojov, Bulgákov, Turguéniev, Gorki y Lérmontov. Tampoco nadie vivo y peleando aquí y ahora, ningún rarito y moderno for export como Pelevin o Sorokin o comprometido y denunciante con la actualidad (como Shishkin). Y está claro que a aquel que mejor supo fundir tradición con vanguardia (un tal Vladimir Nabokov) aún no le perdonan aquello de “soy un escritor norteamericano nacido en Rusia”.
Y, sí, la permanencia de Tolstói es más que comprensible en la Rusia un tanto psicótica de hoy. Su perfil de aristócrata amante del pueblo, su patriotismo sin fronteras, su credo de terrateniente utópico, su doble moral de apólogo apocalíptico del matrimonio, su mística de gurú cristiano-revolucionario, su juventud de oficial tarambana y su madurez de Mr. Natural contracultural y antiliterario, su fuga de Yásnaia Poliana y agonía y muerte en la estación de tren de Astapovo propuesta como antecedente de reality show y, last but not least, su sitial de primer candidato obvio en no recibir el Nobel de Literatura conforman y complacen a todas las estéticas e ideologías y nacionalidades.
Guerra y paz, escrita entre 1863 y 1868 y publicada en 1869, renace en esa suerte de Más Allá al que van a dar las grandes ficciones populares: la bbc. Así, una nueva adaptación catódico-británica de eso que el fundamentalista de la arquitectura novelesca Henry James menospreció como loose, baggy monster, que Gustave Flaubert condenó horrorizado porque “se repite y filosofa, pecados imperdonables para el género” y que el propio Tolstói jamás consideró novela o crónica histórica/doméstica (todo lo que sí sería esa cruenta y magistral tregua beligerante que es Anna Karenina) sino “lo que el autor quiso expresar del modo en que ha sido expresado”.
Adaptación comprimida en apenas seis episodios por Andrew Davies (quien ya se había metido y entrometido con Vanity fair y Middlemarch) y dirigida por Tom Harper (autor de la versión miniserial de This is England), esta Guerra y paz –instantánea y un tanto histéricamente celebrada por la crítica británica– no busca ni desea comparaciones con lo que fue. No quiere medirse con la traducción hollywoodense de King Vidor de 1956 o con la oscarizada versión de Serguéi Bondarchuk de 1966-1967. Tampoco con las aún veneradas quince horas y veinte episodios de la bbc de 1972-1973 (con Anthony Hopkins). Y mucho menos con los mil trescientos primeros planos de voluntarios en treinta ciudades leyendo a lo largo de cuatro días las páginas y páginas frente a las cámaras fijas del canal estatal Russia-k.
El perverso encanto de esta versión de las idas y vueltas de los Bezújov y los Bolkonsky y los Rostov pasa por todo lo que quiere ser sin llegar a ser nada de ello del todo. Así, ritmo y tempo espasmódico y ciclotímico y la sensación de que Davies & Harper un día se levantan con ganas de ser canónicos y cinemascópicos à la David Lean, pero llegado el mediodía piensan en por qué no jugar un ratito a ser micropastorales epifánicos en plan Terrence Malick sin jamás perder del todo de vista que de lo que aquí se trata es algo así como Downton Abbey con caligrafía cirílica y nombres largos y complicados. Y, de pronto pero sin demasiada sorpresa, volver a aceptar que ciertos paisajes –como el de la expansiva pero introspectiva naturaleza humana en todo su tolstoiano esplendor y miseria– siempre resultarán imposibles de trasladar de la letra a la imagen. Mejor así, por suerte.
Se disfruta, en cambio, de mucho uniforme encandilador, mucha túnica vaporosa, mucho cotillón y cotilleo, mucho palacio y casa de campo y San Petersburgo, y mucha intriga más juego de sillas que juego de tronos: más endeble paz familiar que rigurosa formación de guerra. Lo que no implica, claro, subrayar lo apenas insinuado en el original y subir un poco la temperatura con el incesto de los cortesanos y maquiavélicos hermanitos Kuragin y montar una escena de seducción de Natasha en un guardarropa (con Lily “Cenicienta” James poniendo más que en evidencia el pésimo influjo que ha producido el método actoral-maxilar de Keira Knightley en sus sucesoras) que parece un mix de Las amistades peligrosas con Cincuenta sombras de Grey. O poner a cabalgar a un príncipe Andréi (James Morton) que, de tan melancólico y sombrío, parece bordear peligrosamente el síndrome de Asperger. También, por supuesto, se tacha y se reescribe sin demasiada autoridad y con excesiva libertad (un tuit ironizaba con un “Me gustó mucho la parte en la que Harry Potter y las lesbianas zombis vencían a los stormtroopers sith de Bonaparte. Luego empecé a leer la novela y lo único que encontré ahí es un montón de política y mucha gente conversando. Muy decepcionado”). Se extrañan escenas acaso superfluas para la trama pero claves para el fan purista. Sin embargo, se acaba imponiendo el placer de recordar algo que nunca se olvidará del todo. Y, quién sabe, ojalá más de uno reciba aquí la radiación y el impulso para viajar a las fuentes donde se conversa mucho y la política se ejerce en el trazado tanto de campañas militares como de bodas civiles.
Mientras tanto y (tal vez, ojalá, así sea) hasta entonces, destacar la muy personal aproximación de Paul Dano al ya proto-Levin y siempre incierto Pierre Bezújov (Dano algún día será el perfecto Messi de biopic) convirtiendo al personaje en algo así como pariente lejano de los Royal Tenenbaum vagando por el infierno de Borodinó como si se paseara por los pasillos del Grand Budapest Hotel. A su alrededor y de los jóvenes protagonistas, las máscaras de veteranos deluxe de Stephen Rea, Gillian Anderson, Brian Cox, Greta Scacchi y Jim Broadbent parecen estar haciendo tiempo, con más eficiencia que genio, mientras esperan ser convocados para el beneficioso Hogwarts Revisitado de J. K. Rowling.
Pero a no quejarse: todo podría haber sido mucho peor si se hubiese pasado por allí Baz “The very little great Gatsby” Luhrmann. En cualquier caso, ya anda marchando por ahí una “ópera electropop” de Dave Malloy titulada Natasha, Pierre and the great comet of 1812 en la que al público se le sirve vodka y caviar y todos cantan y bailan mazurkas como poseídos mientras en alguna parte, demasiado cerca pero tan lejos, Iván Ilich solo ruega que lo dejen vivir su muerte en paz.
Fuente: Letras Libres / Madrid, junio de 2016