Luis Guerrero Ortiz / Para EDUCACCIÓN
«A quién van a engañar ahora tus brazos / a quién van a mentirle ahora tus labios / a quién vas a decirle ahora te amo… ¿Ahora a quién?». Todos hemos escuchado y disfrutado alguna vez esta canción. Pero cometeríamos un error si pensáramos que Marc Anthony cantó siempre de la misma maravillosa manera y que se trata de un caso excepcional. Si tuvieran ocasión de preguntarle, él podría explicarles cómo es que cualquier persona puede aprender con el tiempo a lograr un buen control de su voz. Alentados por este dato, ahora imaginemos que tomamos clases de canto, en la esperanza de aprender a cantar como Marc Anthony, y supongamos que nuestro profesor de música nos propone empezar el curso formando un coro entre todos los alumnos inscritos.
Naturalmente, el grupo va a estar constituido por personas con voces distintas, por lo que el profesor antes que nada va a necesitar conocerlas y diferenciarlas. Entonces descubrirá, por ejemplo, que algunas alumnas tienen la voz más aguda, poseen un timbre claro y pueden seguir la melodía sin dificultad. Otras exhibirán una voz más grave, un timbre más oscuro y estarán en condiciones de alcanzar las notas más bajas. Algunos alumnos varones podrían tener también una voz aguda y timbrada, lo que les facilitaría llegar a las notas más altas. No le faltarán tampoco alumnos con voz grave o muy grave y este conocimiento, en general, será básico para saber qué es lo que cada uno puede aportar desde su particular cualidad.
Nuestro profesor de música va a estar muy interesado, además, en poner a prueba nuestro oído musical y nos hará cantar algo para saber si afinamos. Podría ser que algunos afinen bien en la altura en que se escucha la melodía y que otros la canten en un tono más grave o más agudo. Podría ser también que otros afinemos correctamente sólo algunas notas y que otros ninguna. En cada uno de estos casos, el profesor va a adoptar medidas diferentes. Para ayudar, por ejemplo, a los que no lograron afinar ninguna nota, tendrá primero que explicarse la causa: pudo haber sido por timidez, por falta de concentración, por alguna afección al oído o por problemas circunstanciales en su sistema respiratorio. A los que cantaron muy bien, en cambio, deberá hacerles reproducir la canción en tonos más agudos y más graves, para comprobar si pueden hacerlo con la misma calidad en registros distintos.
Si esta manera de ejercer el oficio de profesor de música nos parece sumamente lógica –pues si no hiciera ninguna de estas cosas básicas nos retiraríamos decepcionados- la pregunta es por qué, en general, a una gran cantidad de maestros y familias no les parece igualmente natural y esperable que la docencia se ejerza de similar manera en las escuelas.
Si el sentido común nos dice que un profesor de música debe enseñar a cantar enfocándose en sus estudiantes, en sus diferencias y en sus posibilidades, a fin de encontrar y extraer lo mejor de cada uno, pareciera que ese mismo sentido común no aplica en una escuela convencional. Allí nos sigue pareciendo natural lo que se viene haciendo desde hace más de dos siglos: enseñar enfocándose más bien en la actividad del propio docente, en las acciones, secuencias y plazos previstos en su plan, ignorando las diferencias y posibilidades de sus estudiantes o suponiendo que –a efectos prácticos- tales diferencias no existen y que todos se igualan en la ignorancia de lo que deben saber.
Las difíciles transiciones
No cabe duda que el desafío mayor que confronta la profesión docente hoy en día es transitar de un esquema de enseñanza centrado en el profesor a un esquema centrado en el estudiante. Suena simple, pero existe una dificultad mayúscula: las rupturas culturales que ese tránsito supone. Veamos.
Una enseñanza centrada en los niños y jóvenes aprendices supone, en primer lugar, reconocer que hay heterogeneidad en el aula y, al hacerlo, desestimar la premisa básica de la educación anónima, masiva y simultánea en la que se han basado los sistemas educativos desde sus orígenes. Sería impensable un profesor de canto que ignorase las diferencias en la tesitura de la voz de sus pupilos y les enseñase como si todos tuvieran la misma. Reconocer las diferencias es el principio ineludible de su labor pedagógica. Pero aceptar que no existe el aula homogénea es aceptar un escenario de trabajo completamente distinto al que se nos ofreció como un implícito durante nuestros años de formación profesional.
En segundo lugar, nos exige bajarnos de la torre y aprender a interactuar con ellos de manera constante según sus distintas necesidades y posibilidades, aceptando –como nunca antes lo habíamos hecho- que los aprendizajes buscados van a depender ahora de la calidad y pertinencia de esas interacciones. Si el aula es heterogénea, es obvio que los procedimientos para posibilitar que todos logren una misma meta no pueden ser los mismos. Así como el profesor de música enseña de manera diferente al que afina y al que desafina al cantar, al que tiene voz grave y al que la tiene aguda, no se podrá enseñar matemática, ciencia o arte ignorando las habilidades previas de los estudiantes en cada uno de estos campos.
En tercer lugar, nos demanda reconocer a los estudiantes como seres pensantes y con cualidades específicas, por lo que deberemos asumir la responsabilidad de identificarlas, cultivarlas, ampliarlas y fortalecerlas. David Ausubel dijo hace más de 50 años que si tuviese que reducir toda la psicología educativa a un solo principio, diría que «el factor aislado más importante que influye en el aprendizaje, es aquello que el aprendiz ya sabe: averígüese esto y enséñese de acuerdo con ello». Claro está que aplicar un principio como este exige desterrar todo prejuicio y asumir que cada estudiante tiene cuando menos una cualidad excepcional. Más aún, es aceptar que sólo a partir de ellas es que el docente puede enseñar.
Naturalmente, estos tres cambios en las percepciones y en el rol docente nos exigen salir de nosotros mismos para ir al encuentro con el otro, con los niños, adolescentes y jóvenes que están al frente. A este fenómeno la filosofía lo llama «alteridad», que significa la capacidad no sólo de descubrir al otro sino de «ser otro», lo contrario de la noción de «identidad». Es decir, implica alternar la propia perspectiva con la perspectiva del otro, ponerse en el lugar del otro, evitando que las diferencias existentes –cualquiera que estas sean- se conviertan en un factor de deslegitimación y rechazo. Sin aceptar al otro como un legítimo otro en la convivencia no hay fenómeno social, nos ha dicho Humberto Maturana, algo que sólo es posible a través de aquella clase de interacciones que posibilitan la apertura, el diálogo y la mutua disposición a sostenerlo de manera continua.
Sin embargo, abrirnos al encuentro con los demás pone a prueba nuestra seguridad personal, esa que se basa en la condición de autoridad moral e intelectual que nos concedería el cargo frente a personas de menos edad que nosotros, pues nos va a exponer a múltiples desafíos e interpelaciones ¿Es posible que el docente pueda «ser otro» en el aula sin poner en riesgo su propia identidad profesional? Es quizás ese temor a desdibujarse, a desvanecerse y a afrontar exigencias mayores, lo que impide a muchos profesores cruzar la línea, lo que los inhibe de aceptar los tres cambios que supone transitar hacia un modelo de enseñanza centrado en los estudiantes y, en consecuencia, descentrado de la figura del propio docente.
Los sincretismos pedagógicos
El problema es que todas las pedagogías constructivistas de la segunda mitad del siglo XX, esas que descansan en una epistemología que reconoce el papel activo de los seres humanos en la producción misma del conocimiento, subrayan la necesidad de considerar las necesidades, posibilidades e intereses del estudiante como eje del proceso de aprendizaje. Autores como Piaget, Brunner, Ausubel y Vigotsky van a partir de la premisa de que los niños no son seres pasivos sino que procesan su experiencia del mundo desde su propia perspectiva y son capaces de elaborar sus propias conclusiones. Décadas antes, John Dewey ya había señalado que la escuela debe partir de la curiosidad natural y la actividad libre del niño, propiciando la investigación en temas de su interés. Por la misma época, Célestin Freinet planteaba también la necesidad de ofrecer a los estudiantes un contexto que propicie el aprendizaje a partir de la experiencia, el descubrimiento, la libre expresión de las propias vivencias, el intercambio de ideas y el debate.
Es decir, a lo largo del siglo XX han florecido pedagogías que nos han venido señalando el camino de ese tránsito hacia una enseñanza enfocada en las características, experiencias y posibilidades de los estudiantes. Paulo Freire llegó a decir, a propósito del reconocimiento del otro como condición del acto educativo, «no soy si tú no eres y, sobre todo, no soy si te prohíbo ser».
Una explicación a la dificultad que está representando este tránsito para los maestros pese al tiempo transcurrido, quizás no la única, podríamos encontrarla en la ambigüedad con que han sido planteadas y asumidas las ideas clave de estas pedagogías desde la política educativa. Todo el movimiento de renovación curricular que atraviesa el planeta en la última década del siglo XX, llega al Perú recién en su segundo quinquenio y con dos énfasis contradictorios con el marco pedagógico que lo inspiraba: la planificación curricular y las actividades didácticas.
La vieja idea de que el éxito en los resultados depende de una buena y minuciosa planificación –principio que tuvo su auge en la pasada década del 60 con el surgimiento de la Tecnología Educativa- ha atravesado todo este periodo, desde su primer impulso a mediados de los años 90 hasta el día de hoy. El problema es que un «plan perfecto» no puede dar resultado sino mediante una «aplicación literal», con lo cual se vienen por tierra los principios de las pedagogías cognitivas y socioculturales, convirtiendo el aula ya no en un escenario de interacción y productividad sino de acatamiento y sujeción a plazos estrictos. Por supuesto, no es que las interacciones hayan estado ausentes en el tipo de planes propuestos, sino que en general han sido planteadas y –en el mejor de los casos- cumplidas, como instrucciones a seguir antes que como un intercambio inteligente surgido de la situación y las circunstancias mismas.
De otro lado, la idea de que las actividades didácticas –si están correctamente diseñadas- son guiones que de aplicarse con exactitud conducen por sí mismos al éxito en los resultados, también ha recorrido estos últimos 20 años la capacitación de maestros. Una vez más nos encontramos con la noción implícita de la infalibilidad del método de la que hablaba Comenius en el siglo XVI. Un método racionalmente fundado, decía entonces, no podía fallar y propiciaría los mismos resultados en un gran número de estudiantes al cabo de un mismo periodo. Es fácil advertir cómo es que esta idea no encaja con el hecho de recoger las experiencias de los estudiantes, diferenciar sus habilidades e interactuar de manera pertinente con cada necesidad, es decir, los principios pedagógicos básicos que buscan trasladarnos a un esquema de enseñanza enfocado en los estudiantes.
Por supuesto, si una actividad está diseñada en base a estos principios pedagógicos puede ser puesta en práctica de manera creativa y flexible, poniendo por delante el propósito antes que la actividad misma o la secuencia preestablecida. El único requisito para que ello ocurra es que el docente haya tenido oportunidades para desarrollar un conjunto de habilidades básicas de interacción pedagógica, sustentadas en los principios de alteridad, empatía y reciprocidad, además de otras habilidades de relación social. Habilidades que, lamentablemente, han estado crónicamente ausentes en los programas de formación y capacitación docente a lo largo de todos estos años.
Es curioso, si antes la palabra del docente era la que concentraba el mágico poder de desencadenar aprendizajes de manera automática, ese poder fue trasladado después a la actividad y a los instrumentos de planificación. Apellidarla como «significativa» hizo pensar a muchos docentes que la significatividad era un atributo de la actividad por su propia naturaleza, no por su posible efecto en la consciencia y la sensibilidad de los estudiantes.
Si esta confusión ha ocurrido, a mi juicio, ha sido porque desde fines del siglo XX hemos pretendido abrazar las pedagogías constructivistas sin levantar anclas del todo de un modelo de enseñanza centrado en el docente ni de una teoría del conocimiento que pone entre paréntesis a los sujetos que aprenden como factores activos en la construcción de sus aprendizajes. Es por eso que, más allá del discurso, los aprendizajes han seguido siendo concebidos como efectos automáticos del poder de una planificación «bien hecha» en cualquiera de sus formatos –llámese plan anual, unidades o sesiones- así como de actividades didácticas aplicadas con la literalidad de un guión de teatro. En todos estos casos, la actuación del docente y el cumplimiento minucioso de las acciones previstas ha seguido siendo lo central de todo el proceso pedagógico y lo que ha venido concentrando principalmente la atención del maestro en el salón de clases.
Retomar el camino
Demás está decir que, en este contexto, un currículo por competencias como el que tenemos en la educación básica, que se apoya en las pedagogías constructivistas y en una epistemología que reconoce la participación activa de las personas en la creación del conocimiento, no ha encontrado terreno fértil. El tránsito hacia una enseñanza enfocada en los alumnos supone un camino cuesta arriba. Muchos docentes en el Perú y en muchos lugares del mundo ya lo han recorrido desde hace varios años, demostrando que tomar la colina no es imposible. Pero si queremos que la mayoría de maestros pueda cruzar esa frontera, necesitamos proponerles mensajes de cambio coherentes con el propósito.
No son los instrumentos didácticos y de planificación por sí mismos los que propiciarán la metamorfosis ni, menos aún, los que mejorarán los resultados a gran escala de un año para otro, sino las habilidades pedagógicas que requiere su manejo o su recreación inteligente cada vez que el contexto lo requiera. Por fortuna, el país cuenta con un Marco de Buen Desempeño Docente que propone una matriz de esas habilidades y que se resumen en nueve competencias profesionales. Ese y no otro debiera ser el horizonte principal de la formación docente inicial y en servicio en adelante.
Ciertamente, podemos seguir aumentando el repertorio didáctico de los docentes para cada área curricular, eso seguirá siendo conveniente y necesario. Pero aprendamos las lecciones de la historia: es perfectamente posible desarrollar en el aula actividades participativas e interactivas desde un modelo de enseñanza centrado en el docente y, peor aún, desde la lógica de un currículo por contenidos, fragmentando las competencias curriculares en indicadores y dosificándolos en cuotas bimestrales, como se hacía antes.
Hemos vivido veinte años de sincretismos pedagógicos en la educación escolar y eso debería ser suficiente. Lo que nos toca ahora es retomar el camino que extraviamos. ¿Pueden las aulas de educación básica llegar a ser conducidas por maestros del estilo de Clement Mathieu, el estupendo profesor de canto de la película Los Coristas? No lo dudo. Nadie ha dicho que será fácil ni rápido, pero entendamos que no existen balas de plata en educación, fuera de la paciencia y la perseverancia en el esfuerzo. Es por eso que las iniciativas dirigidas a la mejora de los aprendizajes, como lo dice la experiencia internacional, pasan por una reconfiguración profunda del escenario del aula y requieren ser parte de una política de Estado. Esa es la principal melodía alrededor de la cual todas las voces necesitarán aprender a armonizar.
Lima, 30 de agosto de 2015