Editorial
En las escuelas de las zonas rurales del Perú, estudia 1 millón 200 mil niños, el 16% de los escolares del país, que equivale a toda la población de Arequipa o Cusco y al doble de la población de Helsinki, la capital de la emblemática Finlandia.
Somos un país que aspira ingresar como miembro a la primermundista Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Somos un país donde, en las escuelas del mundo rural, según datos oficiales, solo el 19% tiene locales en buen estado; solo el 21% tiene acceso a luz, agua y desagüe; y solo el 13.9% tiene acceso a internet.
Según cifras del 2016, apenas el 16.5% de los alumnos de 2° grado de primaria que estudian en sus aulas comprende lo que lee, y solo el 17.3% tiene las habilidades matemáticas básicas que corresponden a su edad. Lo que sorprende es que apenas el 2.1% de alumnos de la zona rural se reporten oficialmente como desaprobados en 6° de primaria, y que después, en la evaluación censal de 2° grado de secundaria, más del 97% no demuestre la suficiencia esperada en comprensión de textos ni en matemática. ¿Cómo se explica esto?
Aunque parezca innecesario reiterarlo, el ejercicio del derecho a la educación que consagran las leyes, es para todos, no solo para los que estudian en las capitales de departamento. Y supone no solo acceso a la misma calidad de oportunidades, sino también de resultados. En los hechos, aunque casi todos acceden, las oportunidades no son las mismas y sus trayectorias interrumpidas, desfasadas, frustrantes o truncas lo demuestran. No es solo el problema de los que se quedan en el camino, sino de los que el sistema hiere de muerte por su ineficiencia y los deja seguir, sin alertarlo y sin hacer nada por remediarlo.
No se puede decir que el país no ha hecho esfuerzos por hacer justicia a esta antigua situación de exclusión. En los últimos siete años se ha multiplicado la inversión en educación rural, se ha ampliado la cobertura de educación inicial en el campo al 88%, se han impulsado iniciativas como el Plan Nacional de Educación Intercultural Bilingüe, el Plan Selva, el Plan Nacional de Escuelas Digitales, entre otras medidas.
No obstante, en general, se ha tratado de medidas concebidas y gestionadas como iniciativas aisladas unas de otras, muchas veces interrumpidas, subestimadas y disminuidas cuando cambian las autoridades del sector, o cuando el Ministerio de Economía inclina la balanza presupuestal a favor de medidas en ámbitos donde se logra mayor alcance con menor inversión, por ejemplo, en las grandes ciudades. La situación se hace aún más difícil con un Ministerio de Educación organizado para atender las necesidades de un mismo territorio geográfico desde múltiples oficinas, las mismas que, desde el punto de vista normativo, no están obligadas a concertar ni coordinar sus planes. Así, nada llega a ser suficiente ni completo, y la distancia que separa al mundo rural de las grandes ciudades, en cuanto número y calidad de servicios públicos, sigue siendo inaceptable.
Ahora bien, varios investigadores han venido advirtiendo que el mundo rural en el Perú de hoy no es el mismo de mediados del siglo XX, y que ha diversificado sus escenarios de una manera impresionante. Richard Webb, por ejemplo, señala que el mundo rural actual está en rápida transformación en sus aspectos demográficos, económicos y sociales, donde la diferenciación asociada a la clásica dualidad urbano-rural se reduce rápidamente. Ir y venir del campo a la ciudad se ha vuelto normal, gracias a la educación y el comercio, así como a medios modernos de transporte y comunicación, como el celular, las motos y las combis. Los jóvenes de ese medio, además, ahora vislumbran vidas que no están circunscritas a sus distritos de origen.
En ese contexto, ¿cabe imaginar un solo tipo de escuela, un solo modelo de gestión? La idea de tener servicios educativos flexibles, que se adecúen a la diversidad territorial, cultural, social, y no al revés, es una aspiración que ya la tenían nuestros abuelos, pero sigue pareciendo utópica a un sistema ensimismado que todo lo uniformiza para facilitarse el trabajo.
Necesitamos servicios educativos en capacidad de compensar las desventajas sociales, que ayuden a los estudiantes a superar las consecuencias de la desigualdad, y que, trascendiendo lo estrictamente sectorial, comprometan al Estado en su conjunto. Sin duda, esto supone inversión y una reforma de la organización del Estado. En el contexto de una declinante tasa de crecimiento económico, no faltará quienes piensen que las prioridades presupuestales están por otro lado. No obstante, en un país como el Perú, que en la última década dejó de recaudar S/ 93.629 millones debido a exoneraciones tributarias, ¿es pedir demasiado?
La buena noticia es que en junio del 2017, el Ministerio de Educación formó una Comisión Sectorial que diseñó al fin la esperada política educativa para la población rural, con participación de diversos actores importantes, como el Consejo Nacional de Educación. Lamentablemente, en los últimos seis meses esta política ha sido puesta a dormir. Confiamos en que esta nueva gestión ministerial la despierte pronto.
Comité Editorial
Lima, 7 de mayo de 2018