Es bastante común encontrarse con escuelas cuyos estudiantes de educación inicial, primaria y secundaria desarrollan con sus docentes exactamente la misma sesión. Unas veces lo hacen por presión de sus supervisores externos, otras veces por elección propia.
Cuando he expresado mi extrañeza y discutido esa decisión, me he encontrado casi siempre con la misma respuesta: qué tiene de malo. En efecto, diera la impresión que, salvo excepciones, a nadie le parece raro no solo que en una escuela, sino que en todo el país se hagan exactamente las mismas sesiones. No debería sorprenderme. A nadie le parece raro hasta ahora que todos trabajen con el mismo libro, que se esperen que todos los estudiantes tengan los mismos resultados en el mismo plazo, que los estudiantes lleguen a las escuelas vestidos igualitos y que tengan hasta el mismo corte de pelo. Como siempre fue así, muchos se preguntarán ¿hay acaso otra manera de hacer las cosas?
Los cuarteles como modelo institucional
Si este estilo les evoca costumbres y rituales militares, no se equivocan. En la China de la primera mitad del siglo XX, las chaquetas Zhongshan eran las que usaba habitualmente el presidente Mao Tse Tung. El traje imitaba las chaquetas de los cadetes de Prusia y se fue haciendo popular, hasta el extremo de convertirse en el prototipo de la moda en toda la nación: solapas puntiagudas, una sola hilera frontal de botones, bolsillos laterales oblicuos y zapatos de tela. Que toda la población se vista igualito se concebía como un símbolo de igualdad y de rechazo al individualismo occidental.
Precisamente, quien fue rey de Prusia en el siglo XVIII, Federico el Grande, es quien inaugura la estandarización y la uniformidad de sus ejércitos, convirtiendo a los soldados, mercenarios informales, en autómatas formados en el mismo molde. Lo hizo deliberadamente a imitación de las máquinas, objeto de fascinación en esa época y, como se sabe, factor desencadenante de la primera revolución industrial. Peter Senge nos recuerda que entonces se imaginaba el mundo como una máquina perfecta creada por Dios. Las máquinas, con sus mecanismos de sincronización precisa y uniforme, fueron el referente que usaron incluso los industriales para diseñar sus organizaciones y sus sistemas de administración. También lo harían después los educadores.
Juan Amos Comenius ya había tenido la visión de un sistema educativo así en el siglo XVII, un mecanismo de gran envergadura que distribuyera información de forma simultánea a gran escala y a una gran masa de personas. La condición de su éxito sería que todos sus operadores hagan exactamente lo mismo, al mismo tiempo y bajo el mismo método. Cuando su sueño se hace realidad en el siglo XVIII, en efecto, profesores y estudiantes debían asumir roles absolutamente homogéneos en plazos homogéneos, y no podían modificarse un ápice sin arriesgarse a una sanción.
Ese es el sello que no logramos quitarle al sistema. Con el tiempo se volvió natural que todo se haga y se siga haciendo así. Si alguien hace algo diferente, los supervisores lo ven como una transgresión. De esta manera, lo común se vuelve lo correcto per se y se sustenta, antes que en argumentos, en la ley; aunque muchas veces ni siquiera en la ley, sino en una interpretación subjetiva de las regulaciones, validada por la autoridad de quien lo afirma. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con el concepto de «experiencias de aprendizaje», una categoría, según las normas, agrupadora de una variedad de métodos inductivos, pero que de boca en boca ha sido convertida en una suerte de modelo didáctico único y, cómo no, en una regla universal de cumplimiento obligatorio para diseñar toda clase de sesiones, no importa qué sea lo que se deba aprender.
Las razones de la sinrazón
Brian Rowan diría, a propósito de los tropiezos de la reforma educativa en los Estados Unidos en la pasada década de los ochenta, que el modelo uniforme y estandarizador de los sistemas educativos, realmente «duro de matar», parte de una premisa falsa: que todos sus inputs -es decir, los niños- son homogéneos y, por lo tanto, pueden pasar por procesos homogéneos y lograrse con ellos resultados idénticos. Ese supuesto ha facilitado en gran medida la supervisión y el control de su funcionamiento, pues todo se reduce a vigilar que en todos los estratos del sistema se estén haciendo las mismas cosas y de la misma manera. Paradójicamente, el costo de esa facilidad es la calidad de sus resultados. La razón es muy sencilla: los niños son diferentes. Diferentes en trayectorias y experiencias previas, diferentes en saberes y habilidades, diferentes en estilos y en personalidad. En otras palabras, validar esa premisa contra toda evidencia sacrifica los aprendizajes para darle a los operadores mayor comodidad en sus tareas de gestión y a los docentes en sus tareas de enseñanza.
Esto explica por qué muchos docentes no saben qué hacer con los resultados de la evaluación diagnóstica efectuada a inicios de año y prefieren ignorarlos para poder hacer, como siempre, una misma clase para todos o minimizarlos, para que el número de estudiantes con necesidades críticas se reduzca artificialmente al mínimo, es decir, para que se vuelvan casos aislados atendibles marginalmente. Esto explica también por qué los resultados de cualquier evaluación no suelen alterar el plan de clases, solo se reportan, y las sesiones continúan desarrollándose tal como se diseñaron previamente. La evidencia de que los estudiantes de una misma aula son distintos en sus necesidades y posibilidades la hemos tenido antes, durante y después de la pandemia, sin que ese hecho impacte en la programación. Una de las irónicas y divertidas leyes de Murphy dice que, si la teoría no se condice con los datos, hay que deshacerse de los datos. Parece que aplica aquí.
El 2014 el ministerio de educación inició un proceso de producción de sesiones desarrolladas para todos los grados y áreas curriculares de todos los niveles educativos. Se distribuían por todo el país y aunque la norma decía que eran de uso opcional, llegaban a manos de los docentes como una orden y las mismas sesiones empezaron a emplearse en las escuelas de todo el territorio nacional. El 2016 esa medida queda sin efecto, pero se retoma cuatro años después a propósito de la pandemia. Ahora, nuevamente quedó instalado el hábito de hacer en todas partes lo mismo y, además, de depender de un proveedor oficial que les entregue la receta del día.
Una gestión, una escuela y una enseñanza autocentradas
Nadie podría poner en duda que en toda organización debe haber reglas de juego que rijan para todos. Sin embargo, en el ámbito de los aprendizajes, cuando los resultados por los que apostamos son de orden cualitativo y quienes deben lograrlos son personas caracterizadas por múltiples diferencias, sociales, culturales, individuales, situadas en contextos de profundas desigualdades por añadidura, es obvio o debería serlo, que los procesos y experiencias necesitan diferenciarse y los plazos flexibilizarse.
Hacer eso sería lo más justo y lo más efectivo, pues los estudiantes recibirían oportunidades pertinentes a sus posibilidades, pero hay un problema: elevaría la exigencia al desempeño de los docentes y también de los supervisores, que ya no podrían hacer su trabajo limitándose a fiscalizar el cumplimiento formal de la multitud de obligaciones comunes que se demanda a las escuelas. Tendrían que juzgar la calidad de cada experiencia en función a criterios más cualitativos que analicen en cada caso la pertinencia con las personas, sus circunstancias y sus contextos específicos.
Lo que agrava las cosas es otro hecho: las sesiones que se distribuyen para su empleo masivo son todas de carácter estructurado, diseñadas no solo desde fuera del espacio en que van a ser aplicadas, sino desde fuera del docente y del estudiante. Paradójicamente, el tipo de aprendizajes que se requiere hoy necesita oportunidades para que los estudiantes afronten retos a partir de sus propias reflexiones e indagaciones, con autonomía y desde una lógica de ensayo error. En ese objetivo y en ese tipo de pedagogía debería haber confluencia en todas las instituciones educativas, no en sesiones idénticas ni en formatos únicos de planificación.
Eso que Michael Fullan denomina aprendizaje profundo, es una apuesta en la que estamos desde fines del siglo XX a nivel global. Pero las prácticas que supone ese tipo de aprendizajes rompen también otra uniformidad: una pedagogía prescriptiva y controladora, absolutamente naturalizada, que tiene indexada a la autonomía y penalizado el error.
Revalorar y cuidar lo distinto
Las políticas educativas necesitan identificar las experiencias que desafían esta obstinada vocación por la uniformidad, que no deja paso a nada distinto, que denigra lo diferente y lo combate hasta asfixiarlo. Necesita identificarlas y protegerlas, para que puedan florecer y expandirse, porque la cultura escolar, la vieja y anacrónica cultura escolar no es invencible. Solo requiere que el Estado, en sus distintas instancias, las validen y las nutran en vez de contradecirlas, en vez de presionarlas para que hagan lo mismo que todo el mundo, así no sea lo que necesitan.
El retorno a la presencialidad debiera ser una oportunidad para abrir una grieta. Una evaluación diagnóstica de entrada es una invitación abierta a empezar a planificar en base a información y, por lo tanto, a diferenciar procesos en una misma aula. En ese contexto, no tienen ningún sentido insistir con enviar sesiones hechas a los docentes ni presionarlos para que al término de un grado todos logren las mismas metas. No es lo que está ocurriendo, lo sé, pero ¿habrá alguien que sí? Que levanten la mano, porque a esos hay que cuidarlos y mostrárselos al mundo como un ejemplo de que el culto a la uniformidad no es invencible y podemos torcerle el brazo.
Lima, 16 de noviembre de 2022