Ana María Guerrero | EDUCACCIÓN
Alicia del Águila comparte esta información: “No son 464, como dice el titular [de El Comercio]. Serían más de 1,500 las denuncias de violencia sexual por mes contra menores, si seguimos los datos del Ministerio Público (Los 464 son solo casos atendidos en los CEM). En el 2018 hubo 28,067 denuncias contra la libertad sexual. Siguiendo los datos de la Policía e INEI, más del 72% deben ser menores de edad. O sea, tendríamos alrededor de 20,000 denuncias sobre violencia sexual contra menores. Más de 1,500 al mes, aprox. Lamentables cifras.”
Algunos comentarios luego de días de intenso debate por redes. Los números que precisa Alicia, aunque son aproximados y probablemente esconden un fenómeno subrepresentado, también son fundamentales para visualizar la magnitud del problema de negligencia generalizada con la población infantil. Se trata de un sector prácticamente omitido de cualquier debate que no sea especializado y esa omisión no es gratuita. Refleja la baja prioridad que tienen niños y niñas en nuestra sociedad.
La violencia sexual de menores es una realidad extendida en nuestro país y claro que los adultos a cargo son responsables de ello. No son los culpables, pero sí los responsables. Así como deben darle comida, ropa, techo, los adultos también deben cuidar a los niños a su cargo. Ahora, no solo lo material es suficiente, lo afectivo es indisociable, para el ser humano, de la satisfacción de las necesidades materiales. La deprivación emocional, especialmente durante los primeros años de vida, puede ser tan grave como la material, sobre todo la alimentaria; ambas potencialmente mortales o discapacitantes para el resto de la vida. El cuidado del cachorro humano, con su doble implicancia material y emocional, es constitutivo del propio aparato psíquico y depende, en primera instancia, del reconocimiento de la fragilidad inherente del niño y la niña. Solo ese reconocimiento lleva a la posibilidad de ayudarlos o asistirlos en su desarrollo. Nótese lo evidente: hay una dimensión ética en ese reconocimiento. Si el adulto cree que él y sus circunstancias son primero, la necesidad del niño se verá negligenciada.
Esta realidad es tan frecuente que los historiadores de la infancia todavía dudan de que la protección a la niñez se haya instalado como un principio en la sociedad. Es decir, no todos compartiríamos el convencimiento de que niños y niñas demandan atención especial. Si es así se puede entender un poco por qué la frecuencia del abuso en esta etapa de la vida. Preguntémonos, entonces ¿De qué lado estamos nosotros?
Si sabemos de la gravedad de las secuelas producidas por la violencia sexual en la edad infantil y su fuerte incidencia en la vida adulta, no podemos poner —nunca— el asunto del cuidado adecuado de niños y niñas como una preocupación o consideración secundaria. Creer que la pobreza impide, como asociación directa, el cuidado considerado y afectuoso con los niños, es una ignorancia cósmica. Que muchos crezcan cuidándose entre sí no quiere decir que esté bien, ni que deba ser y seguir siendo así, y menos que esa realidad —aunque lejana, compleja—no deba cambiar.
Relativizar la negligencia con los niños y las niñas “para no cargar” a los adultos responsables, porque pobrecitos ya suficiente tienen con lo que viven, es un error de análisis por desconocimiento y por paternalismo y condescendencia. Esto último es muy riesgoso como postura de las militancias y el activismo peligroso porque, primero, le quita el énfasis a la verdadera víctima (el niño o la niña); segundo, trata como inimputable a adultos en pleno uso de sus sentidos; y tercero, porque impide el real debate de las políticas de cuidado y atención a la infancia que el Estado está obligado a implementar.
Hay un evidente paralelismo con la violencia de género y sus varias aristas. ¿Se ve?
Lima, 9 de marzo de 2020