Luis Guerrero Ortiz
En materia de educación, vivimos una encrucijada que se ha hecho quizás más dramática, aunque no por eso más notoria, durante todos los años de crecimiento económico sostenido del país. Ocurre que convertir el aumento creciente del PBI en una genuina oportunidad de desarrollo a largo plazo, con bienestar para todos, requiere entre otras cosas no sólo una población económicamente activa más educada, sino mejor educada que las generaciones anteriores.
Mejor educada significa no sólo bien alfabetizada sino, además, con competencias básicas en diversos ámbitos de la acción humana. Es decir, personas capaces de resolver problemas con autonomía y creatividad, de modificar sus circunstancias con lucidez y aplomo para abrirle paso a sus propias metas, de hacer uso de conocimientos y habilidades diversos para construir respuestas a los retos que les plantea la vida. Personas, además, con sentido del bien común y responsabilidad social, capaces de relacionarse con personas muy diversas sin prejuicios y con disposición a la colaboración en función de objetivos compartidos.
En el pasado, a las mentalidades aristocráticas les resultaba natural imaginar que el rol de la educación pública era asegurar una población más educada, para que sus empresas puedan contar con trabajadores algo más instruidos. Les parecía igualmente lógico que la formación de una población mejor educada, con habilidades de orden superior, era el papel de la educación privada, lo que en todo caso se reducía de la formación de una élite, no de una sociedad entera. Como es fácil suponer, esta división del trabajo coincidía absolutamente con un criterio de clase.
Hoy en día, a casi 200 años de vida republicana, una buena parte de la clase dirigente nacional continua pensando básicamente igual, con la diferencia que ahora quiere también que la inversión del Estado se oriente a la formación de élites. Por lo tanto, presiona para que se otorgue prioridad a la punta de la pirámide, es decir, a los «mejores». La vieja idea espartana de que los más aptos, desde el punto de vista biogenético, son los que pueden acceder a competencias de mayor complejidad no hace distingos a nivel socioeconómico, pues hoy en día, aún entre los que pueden pagar por un servicio de alta calidad, hay selección por aptitud y a todos les parece natural que así sea.
El problema es que evitar o trascender este enfoque discriminatorio en el ámbito de las políticas educativas, tiene como requisito un Estado no sólo capaz de transformar la educación pública, sino también decidido a hacerlo. Es decir, dispuesto a convertirla en un sistema que además de garantizar una alfabetización eficiente, vaya mucho más lejos y forme a toda una generación –o a varias- como ciudadanos competentes en el terreno de su vida personal, social, laboral e intelectual.
Desde un espíritu más bien pragmático, que apela siempre al realismo, hay quienes piensan que si el sistema público no puede hacer bien lo primero, menos hará lo segundo. Luego, asumen que bastaría mantener el esfuerzo por hacer más eficiente la alfabetización básica de los estudiantes a escala nacional, y dedicarse con más énfasis a seleccionar y preparar a los más aptos.
La falacia mayor de este razonamiento es que hacer bien las dos cosas es, en verdad, imposible sólo si se espera que ocurra de la noche a la mañana. Para un estilo de gestión que sólo concede valor a los cambios que pueden exhibir resultados en el corto plazo, emprender cambios estructurales, aquellos que requieren paciencia y tiempo de maduración, resulta políticamente suicida.
Lo cierto es que ir más allá de las metas de alfabetización básica y mejorar la calidad de la enseñanza en todas las escuelas públicas, como la experiencia internacional lo demuestra, es absolutamente viable pero exige reformas en la manera de organizarse y de funcionar del sistema educativo, con visión de largo plazo y con perseverancia, es decir, exige liderazgos estratégicos. Requiere también otras tres condiciones: un financiamiento equitativo a todas las escuelas, un currículo que plantee con claridad y coherencia demandas relevantes de aprendizaje; y un andamiaje de condiciones que hagan posible su implementación real en todas las escuelas del país.
Los maestros peruanos en general, al margen de sus fortalezas y debilidades profesionales, representan cuando menos dos generaciones activas y en ejercicio que no tuvieron la oportunidad de aprender en la perspectiva que ahora deben enseñar a las generaciones de hoy.
Para que puedan dejar atrás un modelo pedagógico discursivo, ciego a las diferencias y centrado en la enseñanza, que ha otorgado identidad a la docencia y conferido autoridad a su rol a lo largo de los tiempos, no basta mejorar la formación profesional ni entregarle nuevos instrumentos didácticos. Se necesita introducir cambios sustanciales en las rutinas del aula, de la escuela, del sistema de gestión local. Cambios que suponen procesos de larga duración porque deben derrotar la inercia y enfrentar numerosas resistencias, por lo que necesitan ser monitoreados y permanentemente acompañados con la calidad necesaria.
Esa clase de procesos y cambios –que las lecciones aprendidas de numerosos países en materia de reforma de sus sistemas tienen bien identificados- constituyen el objeto principal de las políticas públicas, su razón de ser. Son por lo tanto obligación ineludible de un Estado que, según la ley, es garante de la calidad de la educación que ofrece a todos los peruanos y responsable por los resultados de todas sus iniciativas.
A 20 meses del cambio de gobierno uno puede preguntarse si estos procesos –varios de los cuales se iniciaron hace tres años- son razonablemente posibles de emprenderse, continuarse, completarse, o si deben más bien reservarse para el siguiente. La respuesta no es fácil porque, en realidad, depende. Alberto Sileoni, actual Ministro de Educación de Argentina, dijo hace poco en un evento convocado por el Instituto Internacional de Política Educativas de Buenos Aires, que todas las decisiones que se toman en educación necesitan ser técnicas pero siempre son necesariamente políticas.
La razón es simple: detrás de cada decisión hay no sólo una responsabilidad por las consecuencias de la opción que se asume sino también una apuesta, dice Sileoni. Luego, emprender o ahondar en la reforma del sistema educativo público hasta las últimas consecuencias depende de cuáles son nuestras apuestas a largo plazo para la educación del país. Depende también del rol que queremos que cumpla la educación en nuestras posibilidades de desarrollo económico, político y social.
Una apuesta restringida se puede administrar mejor porque el universo de la acción se reduce y el dinero sobra, aunque la mayoría –como siempre- no esté invitada al banquete y se juegue con su ilusión de agarrar un cupo. Una apuesta por el conjunto del sistema es más equitativa y trascendente, pero también más exigente y costosa, toma más tiempo, requiere más perseverancia y supone afrontar conflictos mayores.
Ahora bien, la opción por las élites, que va acompañada de un compromiso por la mejora sustantiva en la alfabetización básica de la mayoría «menos apta» que se educa en el sistema público, está partiendo de un supuesto no demostrable: que es posible mejorar la eficacia del sistema en el tipo de alfabetización que se requiere en el mundo de hoy –recordemos los estándares de PISA- sin comprarse el pleito de transformar el sistema.
Esta discusión ya se tuvo en los años que se elaboró el Proyecto Educativo Nacional y la opción que se tomó en su momento fue a favor de la equidad y del cambio en la naturaleza del sistema, como han hecho todos los países que han logrado dar saltos significativos en la efectividad y relevancia de sus resultados. Si los dilemas ahora se actualizan, esta discusión se tiene que hacer pública. En el último tramo del actual periodo gubernamental, este es uno de los debates más importantes que deberíamos incluir en la agenda política nacional.
Artículo: Luis Guerrero Ortiz
Fotografía (c) Pedro Terrades
Lima, 30 de septiembre de 2014