El currículo nacional tiene 31 competencias. Un trimestre contiene aproximadamente 300 horas lectivas. Si acaso existiera la obligación de promover el desarrollo de todas ellas cada trimestre, eso querría decir que, en promedio, un docente de primaria tendría menos de diez horas —600 minutos—para abordar cada competencia con sus estudiantes. Dado que las competencias no se aprenden a través de dictados, copiados ni de clases magistrales, sino realizando actividades retadoras, el docente tendría ese plazo para observar la actuación de cada uno de sus estudiantes en las actividades acordadas.
Veamos el caso de las competencias matemáticas, que son cuatro e incluyen cuatro capacidades cada una. Supongamos que el docente tenga 30 estudiantes. En ese caso, tendría, digamos, 20 minutos para observar, registrar, valorar y retroalimentar la habilidad para conjugar cuatro aspectos en la actuación de cada uno de ellos en cada una de las cuatro competencias.
Es el mismo caso de las competencias comunicativas, que son tres e incluyen seis, cuatro y tres capacidades respectivamente. En 600 minutos, el docente también tendría 20 minutos para observar, registrar, valorar y retroalimentar la habilidad para conjugar seis capacidades en la comunicación oral de cada uno de sus 30 estudiantes. Tendría el mismo plazo para hacerlo con las tres de la competencia de lectura y otro tanto para las cuatro capacidades de escritura.
No es distinto el caso de las competencias de ciencia y tecnología, que son tres e incluyen cinco, dos y cuatro capacidades respectivamente. Aquí también tendría 20 minutos para realizar el mismo procedimiento con las competencias para indagar, para explicar y para diseñar, con cada uno de sus estudiantes. Lo mismo ocurre con las demás competencias del resto de áreas.
Solo dividiendo el tiempo de esta manera —aunque sabemos que en los hechos la distribución puede ser peor— el docente podría darles al menos una oportunidad de aprendizaje a cada una de las 31 competencias del currículo. Una oportunidad de diez horas (digamos, dos días) para que las demuestren en alguna actividad, pero solo 20 minutos para observar y hacer devoluciones a cada estudiante.
En el caso de los docentes de secundaria, las cosas pueden ser más complicadas por la limitada cantidad de horas disponibles y por qué hasta aquí no estamos considerando otro factor de realidad muy importante: que esas 300 horas trimestrales sufren múltiples interferencias, por actuaciones, celebraciones, festividades, concursos, desfiles y demás rituales conocidos que, en buena parte de los casos, como los propios docentes señalan, no aportan al desarrollo del currículo sino más bien interrumpen la planificación.
Aquí hay un problema de fondo. Las competencias necesitan no una sino muchas oportunidades para ensayarse, es un aprendizaje progresivo que en un aula avanza a diferentes ritmos. Esto es así porque se trata de una habilidad compleja cuyo tiempo de maduración depende de las aptitudes y saberes previos de cada estudiante; y, además, porque requiere ejercitación continua. Si cada competencia va a tener solo diez horas en tres meses para desarrollarse y cada estudiante va a recibir orientación de su docente solo por 20 minutos en cada caso, querría decir que ninguno va a tener una segunda, tercera o cuarta oportunidad para ir avanzando en su desarrollo. ¿Es serio hacer eso? ¿Es el tipo de experiencias que el currículo y las normas pedagógicas recomiendan a los docentes?
El otro problema, que agrava lo anterior, es que, además de tener oportunidades limitadísimas para hacer progresar sus competencias, se les está poniendo nota a su primer y único intento durante el trimestre. Se les está calificando y además reportando la calificación formalmente al SIAGIE. ¿Qué valor representando realmente esa nota? ¿Qué estamos comunicándole a los estudiantes y a sus padres sobre sus aprendizajes? ¿En eso consiste la evaluación formativa?
Apelemos al sentido común. Un piloto necesita 1.500 horas de vuelo para graduarse y en ese lapso debe acreditar habilidad en cinco operaciones de vuelo diferentes. ¿Imaginan a su instructor poniéndoles nota a sus primeros intentos e informando oficialmente sus puntajes? Obviamente, el instructor evalúa y registra los avances y dificultades de los postulantes, va midiendo su desempeño en una escala para saber cómo orientar sus progresos, pero no hace una certificación pública de cada uno de sus altibajos en el aprendizaje.
Apelemos ahora al Currículo Nacional. Allí se puede leer con toda claridad que la evaluación formativa consiste en «identificar el nivel actual en el que se encuentran los estudiantes respecto de las competencias con el fin de ayudarlos a avanzar hacia niveles más altos» y en «crear oportunidades continuas para que el estudiante demuestre hasta dónde es capaz de combinar de manera pertinente las diversas capacidades que integran una competencia, antes que verificar la adquisición aislada de contenidos o habilidades o distinguir entre los que aprueban y no aprueban” (p.177). En otras palabras, lo formativo no equivale a lo certificador. Si evaluamos formativamente es para saber cómo ayudar, no para calificar, ese es el abecé de la evaluación formativa.
Luego, es inevitable preguntarnos ¿De dónde viene la obsesión por calificarlo todo a fin de obtener cada tres meses una boleta de notas? Del currículo no.
Por el contrario, pedir y presionar a los docentes para que reporten notas trimestralmente al SIAGIE contradice el currículo y entierra la evaluación formativa. Es volver al imperio de la evaluación certificadora, si alguna vez salimos de allí o si acaso lo intentamos al menos. Es el entierro también de las competencias, porque muchos docentes resuelven esta tensión de manera pragmática: hacen actividades puntuales solo para algunos pequeños fragmentos de las competencias, lo que facilita tener notas de manera rápida y sencilla. Priorizar capacidades, le dicen. Pero claro, no reportan que han evaluado apenas un retazo de la competencia, reportan que la competencia ha sido evaluada. Y la califican.
Por eso puede leerse en muchos diseños de sesión que basta unas cuantas sumas para informar que el estudiante está desarrollando su competencia para resolver problemas de cantidad; basta mandarles a escribir algo para informar que están desarrollando la competencia de escribir; basta mandarles medir la temperatura del ambiente para informar que están desarrollando la competencia de explicar el mundo físico y natural.
Ha contribuido mucho a esta distorsión la creencia de que los desempeños de grado —que el currículo y la norma de evaluación (RVM 094) definen claramente como ejemplos ilustrativos— son metas normadas y que, además, son un menú a la carta que cada docente puede escoger indistintamente para hacer una actividad y luego reportar el resultado como el logro o no logro de una determinada competencia.
Leer el currículo, individualmente o mejor aún en grupo, podría despejar esta secuela interminable de confusiones, distorsiones y malentendidos, que solo terminan perjudicando a los estudiantes. Son ellos los que finalmente se quedarán con la idea de que, en su paso por la escuela, adquirieron o no los aprendizajes que el currículo resume en el perfil de egreso. Cuando se desengañen, será demasiado tarde.
Lima, 20 de julio de 2023