Un buen amigo me preguntó hace unos días si era acaso posible que un estudiante obtenga una A al inicio del año escolar, pero que, semanas después, obtenga una B. He escuchado esta duda muchas veces y, al parecer, proviene de una indicación que se les hace expresamente a los docentes. Paradójicamente, otros me cuentan que se les dice lo contrario, es decir, que ningún estudiante puede tener A al inicio del año escolar, porque las competencias se logran progresivamente. No son las únicas orientaciones extrañas que dicen haber recibido. Por ejemplo, se les diría también que una competencia no puede ser evaluada sino hasta el final del tercer trimestre, una vez que todas sus capacidades hayan sido enseñadas a lo largo del año. Se les estaría diciendo asimismo que para evaluar una competencia basta priorizar y evaluar algunas de sus capacidades. ¿De dónde salen estas ideas? ¿Tienen sustento en el currículo, en las normas o en la pedagogía?
Cada vez que he tenido la oportunidad de conversar con colegas sobre evaluación formativa, me he preocupado por ponernos antes de acuerdo sobre el significado de las competencias y de la manera como se adquieren. Es indispensable. Si no tenemos claro de qué trata el objeto a ser evaluado, no podemos esperar que los resultados de las evaluaciones que realicemos sean creíbles. Existe un software muy conocido que realiza operaciones estadísticas sofisticadas de manera automática, pero la persona que introduce la información y las preguntas que le demanda procesar a la máquina debe saber estadística. De lo contrario, las respuestas que ofrezca el programa carecerán de valor. Si queremos tener un jardín en casa, lo mínimo que necesitamos saber es qué clase de flores pueden crecer en el ambiente que les vamos a ofrecer y qué cuidados necesita cada una. Si lo desconocemos, el terreno estará sembrado de flores muertas.
Sin embargo, las conversaciones sobre evaluación formativa que al parecer suelen producirse entre docentes giran fundamentalmente sobre los procedimientos e instrumentos, dando por sentado que todos saben qué es lo quieren evaluar, es decir, que todos conocen de qué tratan las competencias.
¿Es realmente así? El tipo de orientaciones que circulan oralmente sobre la evaluación formativa y que he reseñado al inicio me hace suponer que no. Veamos caso por caso.
¿Nadie puede tener A al iniciar el año escolar?
Para empezar, preguntémonos, ¿por qué el estudiante debe tener calificaciones desde el inicio del año escolar? El carácter formativo de la evaluación —léase por favor el capítulo respectivo del currículo— debería haber desterrado lo que Pedro Ravela denomina la «obsesión certificadora», es decir, el afán de poner nota por todo y a cada instante. Ocurre que la evaluación formativa sirve para comprobar el desarrollo progresivo de habilidades, no de contenidos. Las competencias, en tanto habilidades complejas, no maduran de forma lineal, como ningún otro tipo de habilidad, sino por ensayo error, con altibajos, a través de experiencias continuas.
Si el entrenador de un atleta calificara y reportara sus fallos en sus carreras, batidas y vuelos durante sus entrenamientos, su discípulo jamás podría participar de ninguna competencia atlética. No lo califica porque sabe que su habilidad para saltar requiere de numerosos ensayos hasta lograr el estándar óptimo. Ponerle nota a sus errores o aciertos durante su proceso carecería de sentido. No obstante, la obsesión por la calificación que ha caracterizado nuestra tradición pedagógica y que no se condice en absoluto con la naturaleza de las competencias, parece estar intacta.
Pongámonos, sin embargo, en la hipótesis de que se ha aplicado una evaluación diagnóstica a una determinada competencia a inicios de año y que esa evaluación se ha diseñado correctamente. Es decir, que se ha basado realmente en los criterios que se desprenden de sus estándares, que ha consistido en retos que han posibilitado el despliegue completo de dicha competencia y que, además, ha consistido en una secuencia de oportunidades que nos ha permitido comprobar la constancia más o menos regular de dichos criterios en sucesivas actuaciones de los estudiantes. Supongamos ahora que un estudiante obtuvo A, es decir, que demostró tener el nivel correspondiente al estándar esperado para el ciclo, antes de iniciar y completar el grado o el ciclo. ¿Es eso posible?
La respuesta es sí. Ese estudiante pudo haber obtenido A si acaso tenía intereses y aptitudes especiales en el ámbito de dicha competencia, y tal vez oportunidades fuera de la escuela para poder desarrollarla. No será el caso de todos, pero es bastante común y más normal de lo que suponemos. Ocurre que, por lo general, no tenemos conocimiento de los roles que desempeñan y las actividades que realizan nuestros estudiantes como sujetos sociales, más allá del ámbito escolar, experiencias que pueden estarles demandando determinadas habilidades y que de una u otra manera las ejercitan. Lo que debería resultarnos inimaginable es la idea de que todos los estudiantes de un grado empiezan el año escolar en el mismo nivel de habilidad —una antigua creencia que ha justificado siempre el que todos reciban exactamente la misma clase— o que, si existen diferencias, éstas solo pueden ser hacia abajo y nunca hacia arriba.
¿Si alguien tiene A al iniciar el año, ya no puede tener B?
Un alumno que ha obtenido A en la evaluación diagnóstica de inicio de año, siempre suponiendo que esta evaluación está bien diseñada, ¿podría tener B en alguna evaluación posterior? La respuesta nuevamente es sí. Las razones son las siguientes.
Por ejemplo, podría obtener B si su docente le propone después actividades demasiado simples, que no lo retan ni motivan, por lo que trabaja a desgano y no pone mayor esfuerzo. Esto puede ocurrir si el docente diseña para todos, experiencias al nivel de los estudiantes con menor habilidad y no planifica nada especial para sus estudiantes con mayor habilidad. Puede ocurrir también si el docente propone experiencias enfocadas no en la competencia realmente sino en aspectos aislados de la competencia o en contenidos que el supone asociados a la competencia, solo para que estén informados, pues experiencias de esta naturaleza no exigen al estudiante más apto demostrar sus competencias de manera plena. La desmotivación no convoca el esfuerzo.
Podría obtener B, asimismo, si ese estudiante está atravesando por una situación difícil que lo está interfiriendo y desconcentrando, sea por fatores extraescolares o por conflictos que está viviendo en la escuela o en el aula y que el docente desconoce, minimiza o desatiende y que hasta podrían tenerlo a él mismo como protagonista o causante. Circunstancias como éstas, que son perfectamente posibles y bastante comunes, afectan el rendimiento.
Pero hay una tercera posibilidad. Por ejemplo, si su docente, conocedor de los estándares y consciente de su mayor aptitud, considerando el nivel más avanzado de la competencia que ha demostrado tener, le plantea retos mucho más exigentes que a sus compañeros, lo que sería correcto. Entonces podría ocurrir que el estudiante no responda de la manera esperada y obtenga una B. Si ese fuera el caso, habría que ver con qué criterios se le está evaluando, pues podría tratarse de una actuación “en proceso” en referencia al estándar del siguiente ciclo. De ese modo, su B representaría más que la A del ciclo que está cursando. Esto no solo sería posible sino deseable, pues si el estudiante ya llega en el mejor nivel, tiene derecho a oportunidades que le permitan seguir avanzando.
¿Qué estamos evaluando?
Es necesario tener muy claro que si el docente no comprende cabalmente la competencia, si no la entiende como la habilidad de combinar todas sus capacidades para construir una respuesta a un determinado problema, si no se ha dado la oportunidad de leer los estándares y de entender qué tipo de actuación es la que la demuestra en la práctica, si solo sabe proponer actividades puntuales para comprobar desempeños o capacidades aisladas y si tiende a sesgar toda experiencia pedagógica a la transcripción y manejo de contenidos de información, su A o su B no reflejarían competencia alguna y no serían en absoluto dignas de confianza.
Es por esa razón que, la idea de que la competencia no puede ser evaluada sino hasta el final del tercer trimestre, cuando todas sus capacidades sean «enseñadas», parte de una incomprensión profunda de la naturaleza de esta habilidad. Se le malinterpreta como un contenido general que tendría en sus capacidades contenidos específicos a ser «enseñados» de manera dosificada y secuencial, como era usual en un currículo por objetivos. Esa misma incomprensión es la que está detrás de la idea de la idea de que para evaluar una competencia basta priorizar algunas de sus capacidades.
Nadie demuestra competencia culinaria solo porque sabe encender el horno, hacer una fritura o picar la cebolla en cuadraditos, sino porque domina el arte de combinar una serie de cualidades —intelectuales y motoras— en el proceso de mezclar ingredientes y sabores en el justo tiempo y medida para obtener el plato deseado con la sazón esperada. Nadie demuestra competencia automovilística solo porque sabe encender un auto, doblar una esquina y estacionarlo de la manera adecuada, sino porque sabe combinar una serie de cualidades —cognitivas, motoras y sociales— en el proceso de conducirlo de un punto a otro en las carreteras o en las calles de una ciudad sin causar daño a nadie ni a sí mismo.
Ese es el principio básico de toda habilidad compleja como la competencia, que encierra otras porque las necesita, porque requiere activarlas —todas ellas— cada que vez que se propone un objetivo en el contexto de una situación retadora. Es lo que hacemos todos cuando enfrentamos problemas que nos exigen poner en juego lo mejor de nosotros para entenderlos y resolverlos de la mejor manera posible. No hay misterios aquí y esto tan básico es lo que necesitamos comprender para saber qué necesitamos observar cuando queremos evaluar una competencia en un niño, un adolescente o un adulto.
¿Evaluar es medir, calificar y reportar?
Si hay un obstáculo formidable a la evaluación formativa de las competencias curriculares es el hábito poderoso y aparentemente invencible de poner notas y reportar el rendimiento con libretas. Nos hemos apropiado del vocabulario de la evaluación formativa y lo empleamos al llenar los formularios oficiales, pero seguimos enfocados en transmitir información, en evaluar información y en poner nota a la capacidad de recordar información. Por esa razón se aglomeran competencias, al menos nominalmente, en cantidades fantásticas en los mal llamados proyectos integrados, como me confesaba un colega, «para así tener notas de todas las competencias».
¿Qué refuerza esta costumbre de calificarlo todo a como dé lugar? La creencia de que el informe a las familias sobre el rendimiento de sus hijos solo puede hacer a través de una boleta de notas y que esto debe hacerse cada trimestre. La Norma de Evaluación dice textualmente que «a lo largo del periodo lectivo, el docente debe consignar el nivel de logro alcanzado por el estudiante solo de las competencias que se han desarrollado y evaluado explícitamente en cada periodo» (RVM 094-2020-Minedu: 5.1.2.2). Dice solo las que se haya desarrollado, no de todas. Naturalmente, si vamos a abordar la competencia integralmente, como plantea el currículo, es obvio que desarrollar las 31 al mismo tiempo en tres meses es una locura. Sin embargo, creer que medir, calificar y reportarlas todas es una obligación refuerza las distorsiones, porque es más fácil hacerlo evaluando pequeños retazos de una u otra competencia o evaluando temas muy específicos que creemos relacionados a ellas.
Una norma promulgada posteriormente da pautas sobre el registro de los niveles de logro en el SIAGIE y dice literalmente que «A mediados del año (julio) y al final del año (diciembre), se registrará en el SIAGIE el último nivel de logro o calificativo alcanzado por el estudiante hasta ese momento en el periodo lectivo» (RVM N° 334-2021-MINEDU: 7.2.1). ¿Se necesita ser más explícito?
Finalmente, la idea de que medir, calificar y reportar es sinónimo de evaluación está muy enraizada. Es comprensible. Es lo que siempre se ha hecho. La función certificadora ha tenido siempre una hegemonía absoluta en el sistema, como si las letras o los números hablaran por sí solos de la naturaleza y el nivel de los aprendizajes logrados por los estudiantes. Como escribió alguna vez Karen Coral, si un médico nos evaluara con una serie de pruebas clínicas y nos informara después, como resultado de esas pruebas, que tenemos 12 o B en nuestro estado de salud, nos dejaría perplejos, pues no habría forma de saber exactamente en qué estamos bien y de qué tenemos que preocuparnos.
Evaluar es más que medir. Es analizar los resultados de una medición en el contexto de la trayectoria del estudiante y del grupo con la finalidad de elaborar una explicación. Si no llegamos a comprender el porqué de esos resultados, de identificar los factores que jugaron a favor y en contra, en vez de suponerlos o prejuzgarlos, no sabremos cómo ayudarlo a superarse a sí mismo y a seguir progresando.
Ciertamente, esto es más exigente para un docente y requiere mayor atención a la actuación de sus estudiantes, así como una gestión del tiempo bastante más flexible de lo usual. Menos demandante es proponerles tareas puntuales en base a preguntas cerradas con una sola respuesta válida posible para calificarlas en función a sus aciertos y errores, e informar después los resultados con una A, B o C. Una vez reportados, lo habitual es que el docente continue su clase tal como la tenía previamente planificada. Este ritual le da a la evaluación un carácter administrativo más que pedagógico, lo que en términos prácticos le basta al sistema porque recibe la información que necesita, por eso no demanda más. Eso deja a todos contentos, pero ¿y los estudiantes? ¿Qué les estamos diciendo que están aprendiendo? ¿Y qué están aprendiendo en verdad? ¿Lo saben acaso?
Cómo salir del hoyo
Pedro Ravela ha dicho que la evaluación formativa no aplica para tareas simples, mecánicas o memorísticas, sino solo para aquellas que demandan el uso reflexivo del conocimiento en situaciones auténticas y cognitivamente retadoras. Es que solo en un contexto así es posible que una persona pueda demostrar sus competencias y es solo a través de experiencias como esa que puede aprender a actuar de manera competente frente a los desafíos de la realidad. Esto es lo básico del enfoque curricular y este debería ser el criterio para juzgar y distinguir como coherentes o incoherentes las orientaciones que se reciben oralmente sobre cómo hacer evaluación formativa en las aulas.
En un contexto de mensajes y pautas contradictorias basadas en suposiciones o en creencias previas, cuando no en el afán de traducir el aprendizaje y la evaluación de las competencias al terreno conocido, práctico y rutinario de los contenidos, lo único que puede salvarnos del hoyo negro de la confusión es regresar a las fuentes. Una lectura atenta del currículo despejaría numerosos sinsentidos, aclararía dudas angustiosas y permitiría distinguir lo que realmente dice a ciencia cierta y lo que dicen que dice, pero que en verdad no dice. No perdamos de vista lo que Juan Caros Tedesco nos recordó hace más de veinte años: la fuente de verdad en la antigüedad era la autoridad, ahora lo es nuestra capacidad de razonar críticamente para discernir lo valido de lo que no lo es.
En la mitología griega, Éride era la diosa de la discordia, una deidad cruel que disfrutaba sembrando el conflicto. Por suerte, Éride no existe más allá de la literatura, por lo que nuestras confusiones no tienen el respaldo de ningún ser superior. En otras palabras, empezar a despejar las brumas que envuelven injustamente a la evaluación formativa está en nuestras manos.
Lima, 12 de junio de 2023