Edición 97

Enseñando a ciegas

¿Se pueden lograr competencias en microsesiones prefabricadas de 45 minutos?

Print Friendly, PDF & Email

Era 1995 cuando tuvimos la última escaramuza bélica con Ecuador antes de firmar la paz. Ese mismo año fue asesinada de un balazo la cantante Selena por la presidenta de su club de fans. Fue en 1995 también que Roberto Gómez Bolaños emitió el último capítulo de la serie Chespirito. La lista de acontecimientos tan dispares ocurridos entonces, como el ingreso a la atmósfera del planeta Júpiter de la misión Galileo enviada por la NASA, es enorme. Pues ese fue también el año que, en el Perú, el Ministerio de Educación oficializa el Programa de Articulación Inicial-Primaria, el mismo que dará partida de nacimiento a la última reforma curricular del siglo XX, la primera de una serie que buscará actualizar la agenda de nuestra educación escolar para el siglo XXI.

Cuando entró en la cocina la reforma curricular de toda la primaria, hacia 1997, las primeras propuestas no solo incluían en la misma columna los nuevos aprendizajes por los que estábamos apostando, sino sugerencias didácticas sumamente detalladas para el trabajo en aula. Ese afán prescriptivo se basaba en una profunda desconfianza en la capacidad de los maestros para enseñar bien. No era para menos. Por entonces teníamos más del 50% del profesorado compuesto por maestros sin título ni estudios profesionales, resultado de decisiones muy discutibles adoptadas durante el segundo quinquenio de los años 80.

La idea que predominó entonces fue la de combatir la improvisación y enfatizar más bien la necesidad una planificación minuciosa que no dejara un solo minuto de cada sesión sin una actividad que realizar. Fue tan fuerte esa tendencia que en las afueras de las instancias de gestión local y del propio Ministerio de Educación se empezaron a vender programaciones ya hechas, que le ahorraban al docente la tarea de pensar lo que debían hacer y sobre todo de pensar lo que sus alumnos necesitaban en particular.

Han transcurrido treinta años desde entonces y la idea de prescribir al milímetro lo que el docente debe hacer en aula ha prevalecido hasta el punto de convertirse en una obviedad, sea cual fuere el tipo de aprendizaje que debe lograrse y el método que se elija. Y aquí está lo grave. Se ha instalado en la cabeza de docentes y supervisores que la unidad de tiempo oficial para una clase es de 45 o de 90 minutos, que cada segundo debe estar ocupado por una actividad previamente diseñada y que debe concluir con un aprendizaje logrado. Tratándose de competencias, como diría la abuela, eso es querer meter un elefante en un dedal.

No deja de impresionar la obsesión por las formas, por la rigidez de las formas y por la uniformidad de las formas en el mundo escolar, una obsesión que prescinde de toda racionalidad. El currículo propone el uso de métodos activos para que los estudiantes puedan desarrollar competencias, en pedagogía los métodos activos pertenecen a la categoría de modelos didácticos autoestructurados, es decir, son métodos cuyas actividades y secuencia las estructura el propio estudiante. Esto es así porque el modelo se basa en las pedagogías humanistas y constructivistas, que valoran por sobre todo el protagonismo y la autonomía del estudiante. En consecuencia, cuando elegimos trabajar con un método activo, no podemos incluir actividades en la sesión ni predeterminar un resultado común, porque eso le corresponde decidir y construir a los alumnos. El currículo es explícito en esto.

La presión que recibe el docente desde la supervisión para que diseñe sesiones completamente desarrolladas de inicio a fin parte de un desconocimiento inexcusable no solo del currículo sino de las características de los métodos en pedagogía. Por eso podemos observar proyectos de aprendizaje —una metodología activa por excelencia— completamente estructurados por el docente, donde los alumnos solo tienen el rol de obedecer una secuencia predeterminada de instrucciones. Absurdo, pero es algo que ahora muchos consideran no solo normal sino deseable y hasta se supervisa que así se planifique.

El otro hecho insólito es la pretensión de obtener un logro concreto al cabo de sesiones de 45 o 90 minutos. Quien cree que eso es posible cuando el aprendizaje a lograr es una competencia, desconoce absolutamente la naturaleza del resultado buscado. Toda competencia constituye una habilidad compleja, que incluye y vincula otras habilidades, conocimientos y recursos en el curso de una misma acción. Y las habilidades, sea cual fuere su naturaleza, cognitiva, motriz o social, necesitan procesos largos de ejercitación, de práctica, de ensayo error, imposible poder lograrse en una o dos horas.

Recordemos que la famosa hora pedagógica parte de la hipótesis del tiempo que un alumno es capaz sostener la atención. Pero las competencias no se aprenden prestando atención al profesor sino realizando actividades de manera autónoma en respuesta a un desafío. Si éste es capaz de despertar el interés del estudiante, su conexión con la tarea puede durar horas sin que se cansen ni abandonen. Esto está ampliamente demostrado no solo por la experiencia sino por la investigación.

Persistir en la creencia de que las competencias pueden aprenderse en microsesiones de 45 minutos a través de procesos controlados y escrupulosamente direccionados por el docente viene agrandando hasta el infinito la distancia entre el currículo normado y el currículo implementado. Por ejemplo, cuando se hace caber a la fuerza una competencia en una sesión, partiéndola en trozos y distribuyendo esos pedazos en sesiones distintas. Por ejemplo, cuando se presiona a los docentes para que reporten calificaciones cada dos meses de todas las competencias del currículo, como si fueran contenidos enseñables en plazos perentorios.

Cuando teníamos un currículo por objetivos y queríamos, por ejemplo, enseñar la historia de la independencia en el Perú, los temas implicados no cabían en una sola sesión. Teníamos que hablar en una, digamos, sobre las reformas borbónicas y la crisis del sistema colonial; en otra sobre las conspiraciones y rebeliones en Lima y otras regiones del interior; en otra sobre San Martín y la independencia propiamente dicha, hasta su retiro; y en otra, sobre Bolívar, las campañas militares y la capitulación de Ayacucho. Y se esperaba que al cabo de cada sesión los alumnos «se aprendan» el tema tratado. Un «logro» por sesión. Esa lógica no aplica para un currículo por competencias, no solo porque no son contenidos de información, sino porque sus capacidades tampoco son temas o subtemas que se puedan distribuir en sesiones.

Así como un abogado no puede ejercer el derecho si no ha leído y comprendido la ley, un docente no puede implementar un currículo que no ha leído ni se ha esforzado por entender. Un médico tampoco puede ejercer basándose en lo que le han dicho que dicen los libros de medicina, así como un docente tampoco puede enseñar en base a lo que le han dicho que dice el currículo. Y esto aplica también para quienes tienen la delicada tarea de supervisar y orientar a los maestros.

Estamos implementando el currículo con los ojos cerrados. Al sistema parece bastarle que los docentes cumplan con las formas y formatos uniformizados, algo que es fácil y rápido de verificar, aun cuando —si nos tomamos el tiempo de mirar y discernir el fondo de lo planificado— los estudiantes no estén aprendiendo realmente nada de lo que el currículo les ha prometido que aprenderían. ¿Cuándo y cómo vamos a frenar esta locura? No esperemos que la solución venga de arriba. O se empieza a afrontar desde abajo o la factura de este desastre la seguirán pagando los estudiantes.

Lima, marzo de 2024

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.